Tenía que desaparecer. Esa idea se repetía cada vez con más fuerza, como la solución a mi dolor. Crecí como un niño “raro”, en un mundo profundamente homofóbico. Aprendí que la única forma de defenderme era ser invisible.
Me esforcé en ser el mejor niño y el mejor joven, para que así no se fijaran en mi “defecto”. Varias noches me acosté llorando en silencio, pedía con todas mis fuerzas levantarme “normal”, pero no pasó. En los múltiples intentos por dejar de existir, aprendí a enfrentar el dolor, y a mirarlo para recuperar mi rostro y mi vida.